El abuelo colgó del
alambre del patio su billetera vacía, intimaciones bancarias y facturas imposibles de pagar:
su arbolito privado. Después se agazapó en un sillón a mirar con desdén cómo
resucitábamos los platos de porcelana, las copas talladas y los ineficientes
cuchillos del juego. Siempre protestando, devoró torres de panqueques con atún,
jamón y queso que había preparado la abuela. Finalmente, minutos más, minutos
menos, a todos los relojes les fueron llegando las doce. “¡Feliz Navidad,
abuelo!”, desfilábamos uno por uno para saludarlo. “Navidad”, mascullaba él por
toda respuesta. Después del brindis fue demasiado lejos: desafió las bengalas
de los vecinos con disparos de Winchester y palabras hirientes. De las balas me
salvé. Algunos insultos todavía me duelen.
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