Aunque era época de puertas sin
llave y de confiados tapiales bajos, había muchos sitios prohibidos en la casa.
No estaban clausurados con pasadores ni por órdenes explícitas, sino que una
sutil madeja de costumbres cotidianas impedía usar los cuartos para otro fin
que no fuera el de siempre.
El hábito decretaba que sólo se
cenara en el comedor, que se escuchara música en el living, que en aquel rincón
jamás se abriera un libro. El televisor congregaba más de lo aconsejable,
dejando vacantes otras opciones de encuentro, como el patio en las noches de
verano o el hogar encendido en las tardes de invierno.
El amor sólo se hacía en la cama.
Las variantes no eran bienvenidas.
La rutina reinaba en arraigada
armonía ahogando la imaginación que, adormecida, esperaba su turno.
Un día se atrevió a surgir. Desde
entonces, mamá no volvió a ser la misma. Y papá no volvió. Nunca.
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