Estaba prohibido interrumpir al
abuelo cuando se encerraba a leer en la biblioteca, a salvo de las voces
chillonas de las tías y de los bulliciosos preparativos de la cena. Una tarde,
al verme asomar por la puerta entreabierta, cerró enérgicamente su libro. Con
gesto severo me indicó que entrara. Me quedé de pie, mudo y apabullado, los
ojos fijos en las tapas de cuero verde, que él acariciaba.
—¿Te gusta? —preguntó orgulloso—.
Cuando yo no esté, quedará para vos. Por ahora, no lo entenderías.
Treinta años después recibí el
libro, junto con otras de sus pertenencias. Heredé, además, la costumbre de
aislarme en mi estudio a meditar en silencio. Me valgo siempre del antiguo
volumen, con sus cubiertas de cuero, sus cantos dorados y sus trescientas
sesenta y cinco páginas vírgenes de tinta.
Me gusta el título que has escogido, ciertamente abre el texto a diversas interpretaciones y deja claro que, al final, abuelo y nieto se entendieron.
ResponderEliminarEnhorabuena, Mónica, y un abrazo.
Muchas gracias, Elisa. Fue un placer trabajar este texto con vos, sos una tallerista de lujo. Un abrazo.
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